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Santillana del Mar, el pueblo de España favorito de Sartre

Este enclave cántabro, además de ser conocida como el pueblo de las tres mentirastambién se vanagloria de este honorífico galardón otorgado por Jean Paul Sartre en 'La Náusea'.

2012-09-12

Autor: Javier Zori del Amo
Publicación: Condé Nast Traveler
Fecha: 31 de julio de 2012


Cuando se trata de elegir la villa más hermosa de un lugar cada uno tiene sus preferencias. Suele tirar lo propio, lo patrio, lo mamado desde niño; aunque los argumentos estéticos son necesarios para refutar cualquier apuesta. Este enclave cántabro, además de ser conocida como el pueblo de las tres mentiras (ni es santa, ni es llana, ni está en la costa) también se vanagloria de este honorífico galardón otorgado por Jean Paul Sartre en 'La Náusea'. Comprobamos por qué esta afirmación no es su cuarto embuste.

Hace unos años, en una iniciativa por Internet de mínima repercusión, Santillana del Mar fue elegida como el pueblo más hermoso de España. Durante una buena temporada, hizo rentable este reconocimiento, un honor efímero, puesto que en la Red a rey muerto, rey puesto, y otros rincones piden esta condecoración en iniciativas similares. El caso es que no lo necesitaba, puesto que una voz autorizada y reconocida como la de Jean Paul Sartre ya se lo había concedido en su obra más famosa. En un fragmento de 'La Náusea', precisamente en el que su protagonista, Antoine Roquetin, reflexiona sobre lo importante que es viajar, un personaje llamado Autodidacto le muestra una fotografía de esta villa, con el pretexto de mostrarle la cuna del gran pícaro de la novela francesa: Gil Blas. De Santillana del Mar asegura que es el pueblo más hermoso de toda España.

Al margen de que sea cierto o no (Sartre no es precisamente un gran conocedor de nuestra geografía), el gran mérito de este municipio es que lo sabe, que se lo cree, que saluda cada mañana al día siendo consciente de que es el más guapo. Como se suele decir, liga por actitud. Por eso está en el límite de ser un pueblo irreal, una atracción atrezada al milímetro, como si cada adoquín de sus empedradas calles o cada sobao pasiego de los rústicos escaparates tuviera un Pantone determinado. Como si se recorriera la comarca trayendo lo mejor de los parajes vecinos por esta honorable causa.

El primer paso para disfrutar de esta atracción es la obligatoriedad del paseo, valga la redundancia. Solo los residentes pueden mancillar los vastos mosaicos de sus calzadas con sus vehículos, así que el pateo se convierte aquí en el recurso principal. La villa no es muy grande, casi se puede abarcar en una hora a un paso normal. Pero claro, lo gozoso no es batir un récord, sino en remolonear ante cada esquina y cada plaza. Las tiendas que se suceden son todas artesanales, lo que demuestra que han frenado con efectividad la invasión de los neones y de los reclamos fosforescentes. Pero también la febril corriente de souvenirización de todo, quedándose en un estadio intermedio en el que casi todas venden las delicias locales como los sobaos, las quesadas o los garbanzos gourmet con los que preparar un señor cocido montañés.

Caminando -afortunadamente no queda otra- desde el parking se llega primero a la plaza de Ramón Pelayo (la Plaza Mayor de toda la vida) donde el visitante puede elegir entre encuadrar las fotografías panorámicas correspondientes, hacer una visita casi voyeur y tímida al parador Gil Blas o visitar la Torre de Don Borja por dentro, donde la Fundación Santillana organiza exposiciones de dudoso interés para una visita esporádica. Lo siguiente es callejear como si no hubiera un mañana. Lo recurrente sería decir 'perderse', pero aquí es difícil, puesto que al final todas las calles llevan a la calle de la Carrera, que más adelante se renombra como Cantón para acabar llamándose Río.

La arteria principal es una alineación aleatoria de casas antiguas con sus plaquitas mostrando la edad. Una por una pueden tener su gracia con su toque viejuno distintivo; pero como si fueran unas cheerleaders, su gracia está en verlas en perspectiva y todas juntas. En alzar la vista y comprobar como en paralelo a las nerviosas líneas de sus calzadas empedradas (martirio para los chanclas-lover) se alzan estos decorados medievales en cuyos bajos, las antiguas cuadras ahora son usadas para poner restaurantes y tiendas de regalos. La calle finaliza en la Colegiata de Santa Juliana, toda una exhibición de arte románico con el tamaño justo como para impresionar y no monopolizar. Para los más interesados, los 43 capiteles de su claustro son una auténtica gozada, los fotogramas de un documental del Siglo XIII, una obra de arte por sí misma.

Pero todos los halagos a Santillana del Mar no tendrían mucho sustento si no se comiera bien. Pocas aldeas están mejor situadas que ésta: entre la montaña y el mar. Por un lado de la calle entran los pescados y mariscos recién comprados en lonjas como las de Comillas o Suances. Por el otro, las recetas montañeras del Sistema Cantábrico y sus carnes, de esas vacas guapas guapas que se pasan la vida paciendo en el paraíso y mugiendo por vicio al compás de los cencerros.

El pueblo aprovecha al máximo estos privilegios para subir a los altares el concepto Menú del día turístico. Pongamos como ejemplo: de primero, un buen perolo de cocido montañés; de segundo, un filete hermoso (poco hecho, por favor) de ternera de la zona y de postre; una tarta de queso. ¿Quién se puede resistir, sabiendo sobre todo que luego le queda un paseo hermoso? Además, que tiene la ventaja de que la diferencia entre sus cocinas no es muy amplia: como las recetas no son muy arriesgadas, el resultado siempre es óptimo. Puestos a recomendar está Casa Uzquiza; Los Blasones o Restaurante La Villa.

Con el estómago lleno se juzga peor, se tiende al regusteo más que a la visión objetiva. Pero eso ya da igual, la idílica Santillana del Mar ya ha tenido el tiempo necesario para embaucar y desfilar ante las retinas que, como las de Sartre, dan fe de sus alardes.

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